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Reading: El apóstol judío Pablo dentro del Imperio romano
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Dr. Eli © All rights reserved
Apóstol Pablo

El apóstol judío Pablo dentro del Imperio romano

El apóstol Pablo no vivió en el vacío. Si entendemos mejor su tiempo, lo entenderemos mejor a él.

Esperanza Viveros
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La dificultad al comprender las (aparentes) contradicciones del apóstol Pablo radica en lo siguiente: la carta a los Romanos defiende y afirma al pueblo judío, mientras que la carta a los Gálatas aparentemente menosprecia la Ley (Torah) y la identidad pactal del Pueblo Judío. En lo que sigue, mostraré por qué el contenido de lo que Pablo escribió a cada congregación tiene perfecto sentido en cada caso.

Pablo en Jerusalén

Necesitamos comenzar en un lugar un tanto inusual: el testimonio ocular de Lucas (Lucius), quien documentó gran parte de la vida del apóstol Pablo. La razón por la que digo que es un lugar inusual para comenzar es porque la gente normalmente se adentra directamente en Romanos o en Gálatas para reconciliar las palabras de Pablo en ese contexto inmediato. Sin embargo, pienso que este enfoque es prematuro. Mi razonamiento es que la mayor parte de lo que Pablo escribe en Romanos no se relaciona con su propia práctica respecto a la Torah, sino más bien con cómo las Naciones deben vivir en adoración al mismo Dios que el remanente fiel de Israel continúa adorando. En otras palabras, mientras sabemos lo que Pablo escribió a las Naciones en Cristo, no sabemos por sus cartas qué consejo les hubiera dado a sus compatriotas judíos. Cómo vivió Pablo mismo, curiosamente (y quizá previsiblemente), está cubierto en más detalle por Lucas, a quien ahora nos dirigimos en busca de información.

Comenzamos en Hechos 21:17 cuando Pablo llegó a Jerusalén con sus colaboradores en el Evangelio, donde fueron calurosamente recibidos por la comunidad seguidora del Mesías. Después de que Pablo y su compañía descansaron de su viaje, asistieron a una reunión con Yakov/Jacob (a quien las Biblias en inglés continúan incorrectamente llamando James) y los ancianos de la(s) congregación(es) de Jerusalén. Una vez hechas las presentaciones, Pablo comenzó a relatar su historia de la sorprendente (y, para la mayoría de ellos, inesperada) obra de Dios entre las Naciones mediante el improbable medio de su propio ministerio (Hechos 21:18-19). Cuando los ancianos y Jacob (quien parece ser el anciano presidente entre ellos) escucharon el testimonio de Pablo, alabaron a Dios con verdadera sinceridad pero rápidamente se dirigieron a un asunto mucho más cercano: los rumores sobre el apóstol Pablo, los cuales creían falsos.

Es importante recordar que esta no fue la primera vez que Pablo se reunió con los ancianos de Jerusalén. Él estuvo allí en el “Concilio de Jerusalén,” donde aceptó gozosamente “el decreto,” llevando consigo la carta apostólica con sus decisiones (Hechos 15–16), implementándola entre sus congregaciones (iglesias). Sin embargo, leemos en Hechos 21:20-21 de una acusación central y dos acusaciones secundarias contra Pablo en cuanto a la desinformación de que Pablo había aplicado las mismas directrices a los judíos que a las Naciones:

“Y ellos, como lo oyeron, glorificaban a Dios; y le dijeron: Ya ves, hermano,         cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres.”

Los difamadores de Pablo lo acusaban de enseñar a los judíos a abandonar la Torah mediante 1) no circuncidar a sus hijos y 2) apartarse de las costumbres ancestrales judías. El núcleo de la acusación era que supuestamente Pablo estaba instruyendo a los judíos a convertirse del judaísmo. Como hemos visto en secciones anteriores de nuestro estudio, lo contrario era el caso. Así como Pablo creía que las Naciones debían permanecer como Naciones, estaba igualmente convencido de que los judíos debían permanecer como judíos.

Aquí me refiero a la regla que él estableció en todas sus congregaciones conforme a 1 Corintios 7:17. Jacob, junto con los ancianos, idearon una simple prueba que, si Pablo pasaba públicamente (lo cual estaban convencidos que haría), debería silenciar todas las lenguas mentirosas:

       “¿Qué hay, pues? La multitud se reunirá de cierto; porque oirán que has venido. Haz, pues, esto que te decimos: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto. Tómalos contigo, purifícate con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la ley. Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito, habiendo determinado que no guarden nada de esto; solamente que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación.” (Hechos 21:22-25)

Jacob y los ancianos no estaban confundidos. Sabían exactamente de dónde venían los falsos rumores: venían de gente que no entendía que el concilio de Jerusalén había aclarado que los miembros de las Naciones que venían a adorar al Dios de Israel estaban solamente bajo la obligación de observar los requisitos impuestos en la Torah a los extranjeros que habitaban con Israel (Hechos 15:22-29; Levítico 17–20). Esa decisión nunca implicó que los judíos en Cristo ahora tuvieran libertad para comerse un sándwich de jamón y disfrutar de mariscos prohibidos. Los ancianos entendían esto, y también Pablo.

Pablo hizo exactamente lo que Jacob sugirió, afirmando el mismo punto que Jacob había hecho sobre él: que él “anda ordenadamente, guardando la ley” (Hechos 21:24). Pablo no era conocido por ser voluble y siempre se mantuvo firme en aquello en lo que creía con convicción; leemos en el versículo 26:

       “Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el templo, para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, cuando había de presentarse la ofrenda por cada uno de ellos.”

Para cualquier judío que hubiera juzgado a Pablo por sus hechos, el asunto quedaba zanjado. Pablo andaba ordenadamente, guardando la Torah, y por lo tanto no podía estar instruyendo a sus compatriotas judíos a hacer lo contrario. En cuanto a las Naciones que seguían al Mesías judío, Pablo enseñaba que debían seguir las disposiciones de la carta enviada anteriormente por los ancianos y los apóstoles en Jerusalén. No había ninguna inconsistencia en esto.

Los judíos en el Imperio Romano

La mayoría de la gente se sorprende al darse cuenta de que el movimiento israelita en el Imperio Romano constituía entre un 6–10% de toda la población. Esto significa que había una formidable minoría presente en cada ciudad, incluyendo la capital misma: Roma. Esta minoría era lo suficientemente grande e influyente como para causar problemas significativos al gobierno romano. La misma Roma contaba con por lo menos once sinagogas judías de gran esplendor, las cuales, aunque hoy son una institución enteramente judía, no lo eran en tiempos de Pablo.

Las sinagogas, o lugares de reunión, eran instituciones públicas romanas fuertemente utilizadas por la comunidad judía pero también abiertas al público romano. Esto coloca Hechos 15:21 en su contexto histórico apropiado. Cuando Jacob/James anunció su opinión de que los miembros de las Naciones que seguían al Mesías judío debían asegurarse de observar el conjunto de leyes impuestas por la Torah a los extranjeros que habitaban con Israel, explicó su razonamiento:

       “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo.” (Hechos 15:21)

Mientras que la influencia judía en el Imperio Romano y en la misma Roma era significativa, las opiniones de los poderes romanos variaban desde admiración y gran respeto hacia los judíos hasta completo disgusto y desconfianza. A continuación, algunos ejemplos de declaraciones positivas (aunque confusas) sobre los judíos hechas por autores grecorromanos:

Josefo escribió que un tal Clearchus de Soli (alrededor del año 300 a. C.) narró una historia en la que su maestro, Aristóteles, había conocido a un judeano. Aristóteles quedó debidamente impresionado y halló al judeano “griego tanto en lenguaje como en alma,” a pesar de que los judeanos “descienden de los filósofos indios” (Josefo, Contra Apión 1.180 = Stern núm. 15). Tácito, senador romano, historiador y orador, famoso por sus obras que han sobrevivido Anales e Historias, escribe:

       “Como estoy a punto de describir los últimos días de una famosa ciudad, parece apropiado que dé algún relato de su origen. Se dice que los judíos fueron originalmente exiliados de la isla de Creta que se establecieron en las partes más remotas de Libia en el tiempo en que Saturno había sido depuesto y expulsado por Júpiter. Un argumento a favor de esto se deriva del nombre; hay una montaña famosa en Creta llamada Ida, y de ahí los habitantes fueron llamados Idaei, lo cual más tarde se alargó en la forma bárbara Iudaei…” (Historias 5.2).

Cuando el gran escritor romano Varrón, erudito y prolífico autor de cientos de libros sobre jurisprudencia, astronomía, geografía, educación, sátiras, poemas y discursos, argumenta que los dioses de Roma no debían tener imágenes, se refiere a los judíos y a su Dios:

       “Él (Varrón) también dice que los antiguos romanos adoraban a los dioses sin una imagen por más de 170 años. ‘Si este uso hubiera continuado hasta nuestros días,’ dice, ‘nuestra adoración de los dioses sería más devota.’ Y en apoyo de su opinión, aduce, entre otras cosas, el testimonio de la raza judía” (Antigüedades, c. 116–27 a. C., citado por Agustín, La ciudad de Dios 4.31, c. 354–430 d. C.).

Aquí algunos ejemplos de declaraciones negativas sobre los judíos hechas por autores grecorromanos que no he mencionado en secciones anteriores. Algunas de estas declaraciones sólo han sobrevivido en fuentes mucho posteriores como citas. Josefo relata un mito romano común utilizado por Apión acerca de los judíos:

       “…(ellos) secuestran a un extranjero griego, lo engordan por un año, y luego lo llevan a un bosque, donde lo matan, sacrifican su cuerpo con su ritual acostumbrado, participan de su carne y, mientras inmolan al griego, juran un juramento de hostilidad contra los griegos” (Contra Apión 2.94-96).

O considera esto:

       “…los judeanos entonces se establecieron en Jerusalén y sus alrededores e ‘hicieron de su odio hacia la gente una tradición’ e ‘introdujeron leyes extrañas: no partir el pan con ninguna otra raza, ni mostrarles buena voluntad alguna’” (Fotio, Bibliotheca 244.379).

Al hablar de los judíos, Séneca, filósofo estoico romano, estadista y dramaturgo, dice:

       “Mientras tanto, las costumbres de esta raza maldita han ganado tal influencia que ahora son recibidas en todo el mundo. Los vencidos han dado leyes a sus vencedores.” (Séneca citado por Agustín, La ciudad de Dios, c. 5 a. C.–65 d. C.)

Como podemos ver, las actitudes de los autores grecorromanos eran variadas y sin duda representaban la situación entre los ciudadanos de Roma, la cual era complicada. Cuando los romanos temerosos de Dios se unieron por primera vez al movimiento de Jesús en Roma, lo hicieron como los demás—en conexión con la comunidad judía. En lo que a ellos concernía, ahora eran, de alguna manera, parte de la comunidad afín a los judíos, que actuaba como una zona política intermedia entre los judíos y las Naciones que residían en los límites del Imperio Romano. Sin embargo, en cierto momento, el emperador Claudio expulsó a todos los judíos de Roma. Así es como la historia romana antigua lo relata:

        “Como los judíos hacían continuamente alborotos a instigación de Chrestos (¿mala escritura de Cristo?), él (el emperador Claudio) los expulsó de Roma” (Divius Claudius 25).

Este es el mismo emperador que ejecutó a varios miembros de su propia familia por convertirse al judaísmo, buscando mostrarse a sí mismo como el verdadero protector del honor y servicio de los dioses romanos. El Nuevo Testamento confirma decisivamente este relato:

        “Después de estas cosas, Pablo salió de Atenas y fue a Corinto. Y halló a un judío llamado Aquila, natural del Ponto, recién venido de Italia con Priscila su mujer, por cuanto Claudio había mandado que todos los judíos saliesen de Roma.” (Hechos 18:1-2)

Cita poderosa

La Biblia no necesita ser reescrita, pero sí necesita ser releída.

James H. Charlesworth
INVITACIÓN PARA UNA ENTREVISTA
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